martes, 3 de mayo de 2011

Soterramos esperanzas
cubriéndolas hasta el cuello
con el mismo manto
que alguna vez destronó al frío;
disfrazamos los quejidos
de sumisos argumentos
que diciendo verdades
espantan por segundos, a veces,
la sombra irrefutable
e ineludible de una realidad
impuesta.

Somos independencia prisionera,
atada al arnés de marionetas
que construyen esas verdades
dichas en argumentos
efímeros y fugaces;
nada más que el residuo
de lo que sobra,
lo que nadie quiere para todos
y lo que todos quieren para nadie.

No importa si nos quedamos,
pero debemos irnos;
obligados por el caudal cotidiano
que nos empuja
hacia esa realidad impuesta.

Enaltecemos deseos
como utopías anheladas,
llenando de ojalás,
quisieras y si así fueras,
esos momentos para dar la mano,
para dar un paso,
un abrazo;
alabamos los caminos
que otros toman,
felicitando sus acciones
como intentando soportar
nuestras propias necesidades.

Nos convertimos en el reflejo intangible
de alguien más,
inaugurando la contrapropuesta senil
de las propias añoranzas;
llegamos a ser nuestro límite
sin siquiera notarlo,
por alcanzar absurdamente
los alardes arrogantes
y las glorias petulantes
endosadas a nuestro nombre.

Decidimos renunciar a los sueños
de nuestras almas,
para dejar que el ego triunfante
sea la cara que mostramos al mundo.

Decimos: "basta"
tantas veces como podemos,
tan solo por cumplir para afuera
lo que necesitamos por dentro.
Decimos: "quiero"
unas veces menos de lo que hacemos
y damos muerte a lo que no entendemos
para saber que el intento
es el absurdo que realmente
tenemos por meta.

Somos el uno y el otro a la vez,
uno que cumple,
otro que sueña,
uno que es,
otro que deja de ser;
el balance imperfecto
para ser perfecto en el mundo,
la opción que nos divide
para ser uno entre todos
y uno con todos.

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